No creo que en el campo jurídico haya quien se crea lo del juez como boca muda que pronuncia las palabras de la ley. Esta visión de los jueces, utilizada por Montesquieu para defender la separación de poderes y un poder judicial independiente e imparcial, sometido solo al imperio de la Ley, es defendida hoy por visiones simplistas, por parte algunos miembros del poder judicial, para justificar sus decisiones, o por la propia comunidad de juristas cuando queremos apelar a la idea de seguridad jurídica o cuando queremos dotar a nuestro trabajo de la aureola de cientificidad.
Y no es que esta idea carezca de sentido. El ideal de seguridad jurídica asociado al Derecho convive muy bien con esta afirmación. El juez está (y debe estar) sometido al Derecho, pero éste, y su máxima expresión, las normas, poseen un sentido indeterminado que obliga siempre (casi siempre) a quien decide, a optar. Eso sí, a optar por algo que pueda ser justificado apelando a las reglas y principios jurídicos. Esta opción, que describimos normalmente en términos de discrecionalidad, es mucho más evidente cuando se decide en cuestiones (y desde normas) constitucionales. En estos asuntos, existe una dimensión ética y política que inunda irremediablemente la jurídica.
Pero la visión de juez como boca muda, a pesar de ser irreal, está muy presente en la sociedad y en la visión del Derecho que se tiene desde otros campos de conocimiento, seguramente de nuevo por la relevancia que tiene la seguridad jurídica. No es extraño cuando estás en comisiones universitarias interdisciplinares que, cuando hay un problema jurídico, se busque en sus componentes jurídicos la solución al igual que si se tratara de un asunto de química o de matemáticas.
La técnica de la subsunción, asociada a esta visión del juez, que en su versión más burda implica la aplicación mecánica de las normas, está igualmente presente en estos ámbitos e incluso ha servido para justificar algunas propuestas que, si bien no han llegado a predecir la desaparición total del juez humano, han anunciado la aparición de máquinas que actuarán como jueces en determinados asuntos.
No voy a entrar aquí en discutir si eso ocurrirá o no (aunque en mi opinión, la existencia de máquinas que apoyan la labor de los jueces, con diferente alcance, es un hecho, y su presencia irá en aumento a medida que la tecnología avance), ni de las consecuencias y límites que esto puede tener en términos de responsabilidad. Me interesa destacar algo que, aunque ha sido subrayado por algunos, no es tenido en cuenta por parte de los que predicen esta situación.
Y es que, si los jueces no son (no pueden ser) la boca muda que pronuncia las palabras de la ley (por como es la ley), las máquinas tampoco lo podrán ser. En el caso del juez, la opción por una interpretación u otra de la norma, tiene que ver con valores y visiones del mundo que necesariamente deben poder encajar en el Derecho y superar la exigencia de imparcialidad. Y esto mismo es exigible a la máquina, donde la relevancia de su creador o, dicho en términos más simples, del algoritmo (y de quien está detrás suyo) es fundamental. Y claro está, en este punto, el algoritmo no es neutral y, con ello, la máquina tampoco lo será…
De ello podemos extraer muchas consecuencias, pero tal vez hay una que destaca sobre las demás en el campo de la formación: la necesidad de una formación en ética y en derechos en el campo de la tecnología, y de una formación tecnológica básica en el campo del Derecho.
Rafael de Asís